GUÁSINTON.
José de la Cuadra. (Fragmento)
Sí; ya lo sabía yo de tiempos: Guásinton era un gigantesco lagarto cebado, cuyo centro de fechorías era el
Babahoyo, desd e los bajos de Samborondón hasta las revesas del puertecillo Alfaro, al
frente mismo de Guayaquil. Sabía también, hacía poco, que como uno de esos
legendarios piratas que, en los abordajes, perdían las manos bajo el hacha de
los defensores, era bizarramente
manco. Pero, ignoraba que se había quedado así en un lance heroico, y que su garra perdida era por ello como un blasón hazañoso.
Don
Macario Arriaga me refirió la arriscada proeza
de Guásinton, donde quedó manco:
-Estaba
en celo Guásinton, y venía río abajo, con la hembra, sobre una palizada. Un
vapor de ruedas (creo que fue el “Sangay”; sí, fue el “Sangay”) chocó con la
palizada. Guásinton se enfureció: figúrense, lo habían interrumpido en sus coloquios; se enfureció y partió contra
el barco. Claro: una de las ruedas lo arrastró en su remolino, y no sé cómo no
lo destrozó; pero, la punta de un aspa
le cortó la mano derecha. Chorreando sangre, Guásinton se revolvió y quiso
atacar de nuevo; pero el piloto desvió hábilmente el “Sangay” sobre su banda, y
lo evitó. Quienes presenciaron la escena dicen que fue algo extrañamente
emocionante. Nadie en el barco se atrevió a disparar sobre Guásinton sus armas,
y fíjese que pudieron haberlo matado ahí, sin esfuerzo, a dos metros de él;
pero la bravura del animal los paralizó, porque nada hay que conmueva tanto,
señor, como el arrojo. Dejaron no más escapar a Guásinton quien fue a juntarse
con la hembra en la palizada.
Se
aproximaron a nosotros dos individuos que yo no había visto antes. Eran
invitados, como don Macario mismo, de la viuda Vargas.
Don
Macario me los presentó: -Jerónimo Pita… Sebastián Vizuete… El señor… Y vea,
señor, la casualidad: estos también estuvieron en la casería de Guasinton,
cuando lo acabamos… Con Celestino Rosado, con Manuelón Torres, con… Éramos
catorce, ¿sabe?, la partida. Y anduvimos con suerte: sólo hubo un muerto y un
herido. Nada más. Anduvimos con suerte, de veras.
Pita
y Vizuete eran cazadores profesionales de lagartos. Amaban su oficio como un
culto cruento y salvaje, pero próvido con sus fieles. Para ellos, la
verde fiera de los ríos, el lagarto de las calientes aguas tropicales, no era
una vulgar pieza de caza, sino un enemigo, a pesar de su fama de torpe, en
realidad astuto y, además, valiente. La casería del saurio era para ellos como
la lidia del bicho para el torero:
un arte que juzgaban noble y digno, y que, a mayor abundamiento, les daba para
comer.
Pita
y Vizuete, corroborados en ocasiones por don Macario, relataron esa noche
hazañas sueltas de aquel héroe fluvial, a quien alguno, se ignora cuándo y por
qué, bautizó con el nombre amontubiado
del general norteamericano. (No sería, por supuesto, por lo desdentado; ya que
el monstruo montubio poseía una dentadura formidable)
Podría
llenarse un denso volumen con los hechos singulares de Guásinton, y abrigo la
esperanza de que se escribirá ese volumen. Nada tendría de raro, hoy sobre todo
lo que se ha dado en la flor de escribir biografías de todo quisque, y hasta biografías de ríos. Por lo demás,
Guásinton se lo merece.
Era
un espíritu original el que alentaba en este gigante verde oscuro, acorazado
como un barco de batalla o como un caballero medioeval, y que medía diez varas
de punte de trompa a punta de cola.
Se
decía que era generoso como un buen dios. Entre un caballo que pastara a la
orilla y una mujer que lavaba sus ropas en la playa, Guásinton prefería devorar
el caballo. Las comadres afirmaban que no lo hacía por gula, sino por compasión, al escoger a la bestia en vez de a la
mujerzuela.
Sólo durante las grandes hambrunas Guásinton acometía a las gentes. Lo
ordinario era que nadara junto a los bañistas, sereno, poderoso, consciente de
su fuerza, sin molestarlos, aparentemente sin advertirlos siquiera. Se
satisfacía entonces con los tributos que cobrara a los reseros: cada vez que ellos tenían que pasar ganado de una ribera a
otra, ahí estaba Guásinton, llevado por quién sabe qué misterioso aviso, a
reclamar sus derechos de señor feudal
de las aguas montubias. Se apropiaba de una res, de una res no más, pero de la
mayor, siempre de la mayor. Guásinton seleccionaba bien. Y nada hacía ya al
resto del ganado ni a los reseros. Ellos conocían la costumbre del saurio, y
separaban su res en los negocios:
-Rebájennos
un poco en el precio.
-Decían a los vendedores- para que nos salga más barata la vaca de
Guásinton.
La
vaca que había de pagársele por el permiso de pasar el río…
Río
seguro, después de todo, pues Guásinton no consentía en él competidor alguno:
cuando cualquier lagartuelo imprudente, tras la larga siesta de los
tembladerales, se atrevía a penetrar en el Babahoyo, Guásinton daba cuenta
inmediata de él.
En
las or illas su fama
era casi mítica. Había para él una
suerte de veneración, muy parecida a la religiosa. Comenzó todo por hacer
asustar a los niños con su nombre terrible, y luego el miedo se contagió a los
mayores. Como suele ocurrir, de ese miedo se engendró una superstición, y de ésta algo como un culto.
Cuando,
entretenido quizás en empresas amorosas, a las que era particularmente
aficionado, o simplemente durmiendo el prolongado sueño de su especie, tardaba
en aparecer por su zona acostumbrada, las gentes se preguntaban, vagamente
inquietas:
-¿Qué
se habría hecho Guásinton? Y añadían, ahora temerosas:
-¡Mala
seña! Este año va a estar seco el río.
Porque,
en la creencia popular, Guásinton, señor de las aguas, las traía consigo.
En
ocasiones, Guásinton alteraba sus hábitos antiguos. Ocurría eso cuando las
hambres. Entonces, se trepaba a los potreros ribereños y arrastraba a las
presas capturadas. Atacaba a las canoas: las volteaba de un coletazo y devoraba
a sus ocupantes. Se convertía en un siniestro
poder, en una furia desatada.
Pero
esto pasaba en breve, y Guásinton volvía
a sus plácidos modos de siempre. Tornaba a gustar de la melancólica
música montubia; porque, aun cuando se cree que los lagartos son casi sordos y
se guían sólo por el olfato, parece ser que Guásinton oía muy bien y que hasta
encontraba en ello un especial encanto.
Dizque
en las noches, cuando los pescadores tocaban sus guitarras, mientras conducían
su pesca al mercado, Guásinton, como una guardia fiel, seguía a las canoas; y
si alguno daba un traspiés y venía al agua, Guásinton se alejaba a todo nado,
sin duda para evitarse la tentación de comérselo.
Trece
lagarteros experimentados, armados de fusiles de repetición y embarcados en dos
canoas de fierro, fueron necesarios para matar a Guásinton. Y ni aun así les
fue fácil; porque el animal se defendió tenazmente, y al morir hizo morir con
él a uno de sus matadores y malhirió a otro.
Fue
don Macario Arriaga quien montó la expedición y quien la dirigió. Cosa curiosa:
don Macario nunca le regateó a Guásinton
su tributo de ganado; pero, cierto día Guásinton devoró al perro favorito de
don Macario, y éste se decidió a acabarlo. Viene aquí bien aquello de a
pequeñas causas…
Hubo
de procederse con mucho sigilo al
formar la expedición, para que no se enteraran de ella las gentes de las
riberas, que veían en Guásinton un ser casi sobrenatural.
Con
el viejo saurio no valían los cebos. Seguía de largo frente a los cerdos atados
a las canoas o a las balsas, tras las cuales se escudaban los fusileros avizores. Se burlaba de la faena del
“sombrerito”. Este ardid consiste,
como es sabido, en que el cazador, desnudo de busto y munido de un cuchillo se sumerge en lo hondo, dejando flotar en la
superficie el sombrero: el lagarto se engaña y se lanza en dirección al
sombrero, creyendo que ahí esta el hombre, mientras éste, desde abajo, en un
ando veloz, resurge y le clava a la fiera el cuchillo en el vientre una, dos,
tres veces, hasta que le alcanza la respiración y el animal se desangra en la hemorragia. ¡Peligrosa la faena del
sombrerito! Si la primera cuchillada no es decisivamente mortal, el atrevido
perece sin remedio en las fauces del
lagarto.
Con
Guásinton hubo que emplear otras argucias
que las comunes. Se lo vigiló durante varios días, hasta que se supo que
solía reposar en cierto estero, pequeño y remansado, pero profundo. Entró en él
cierta mañana, y entonces los cazadores taparon rápidamente la boca del estero
con una compuerta de maderos y alambres de púas, preparada de antemano.
José
Garriel, el más valeroso lagartero que ha existido en el Guayas, se tiró al
agua, puñal en mano, a desafiar a la fiera.En principio, Guásinton rehuyó la
lucha. Se comprendería metido en una trampa y quiso forzar la salida, rompiendo
la parte baja de la compuerta, sin mostrarse en la superficie. Debió herirse en
la alambrada, porque, en la boca del estero, el agua se mancho de sangre. Y
cuando sin duda fracasó, retrocedió, furioso, contra el hombre.
Carriel
lo esperaba, atento, advirtiendo sus movimientos por el fango removido. Se
zambulló y lo alcanzó a punzar; pero
el lagarto fue más ágil que él: de un
formidable coletazo lo trajo al fondo, con la columna vertebral partida y la
cabeza deshecha.
-Alguna
bala lo tocará- dijo.
Y
sucedió lo asombroso: Guásinton –que bajo el agua era invulnerable tras su
coraza de conchas y dada la escasa fuerza de los proyectiles, disparados de tan
cerca- saltó a la tierra; y, loco, monstruosamente loco, arremetió contra los
hombres. Éstos se desconcertaron ante lo imprevisto, y de ello aprovechó la
fiera para llevársele de un tapazo media pierna a Sofronio Morán, que estaba
más próximo a sus fauces.
Pero
los hombres se sobrepusieron. Sin cuidarse del herido se apartaron, y una
lluvia de balas cayó sobre Guásinton.
Para
morir, se volteó, vientre al cielo. Agitaba los miembros como si quisiera
agarrar.
Abría
y cerraba las enormes tapas de sus fauces, y emitía un sordo gruñido aún
amenazante.
Se
acercó a ultimatarlo don Macario Arriaga. No llegó a hundirle la daga, como
intentara: justamente en ese instante el bravío espíritu de Guásinton partía a
fundirse en el gran todo…