miércoles, 20 de marzo de 2013

EL TAXISTA Y LA MONJITA SIN PLATA


“EL TAXISTA Y LA MONJITA SIN PLATA”. 
Julio Romero Jarrín.


No sé si te acuerdas de ese accidente aéreo de SAN, que hubo hace años aquí en Cuenca, ¡en Ricaurte!
-Sí, le conteste.
-Pues, no has de creer, lo que me contó un taxista. Y decía que eso, le había pasado a él.
Me contaba:
-¡No sé por qué!, lo que ¡nunca!, se me ocurrió, ese día, ir y parar con mi taxi en el aeropuerto. No sé, ¡cómo maldita la cosa!, estacioné mi taxi ahí, para ver un por si acaso alguien me hacía una carrerita.
Esperando estaba.
Los pasajeros bajaron. Cuando por la puerta principal, salió una monjita y se acercó a la puerta derecha de mi taxi, pidiéndole que le haga una carrerita.
Acá, a las monjas de los Corazones. Por el Corazón de María, porque de por ahí dizque era esa monjita.
Entonces, se sube al taxi, y conversa y conversa, iba el chofer con la monja.
Cuando llegaron a la puerta del convento, la monja se baja y le dice al chofer:
-¡Oiga señor! No tengo ni medio suelto, espéreme un ratito que ya salgo trayéndole la plata. Si quiere, para que no desconfíe de mí, ahí le dejo en prenda mi maleta. ¡Ya salgo!
Y entró al convento. Yo que voy a desconfiar de una monjita pues, decía él.
-Bueno, dizque dice el chofer y se queda esperándole.
Además, ¿cómo iba a desconfiar de una monjita, pues? ¡Di vos también!
Lo cierto es que él se quedó espera y espera. ¿Ya vendrá la monjita? ¿Ya vendrá la monjita? ¡Nada!
Pasó diez minutos. ¡Un cuarto de hora! ¡Veinte minutos! ¡Una hora!... ¡Dos horas!... ¡Tres horas! Y… ¡nada!
Entonces el taxista, al ver que no mismo sale la monjita, cansado de esperar, dizque se acerca a la puerta, principal, por donde entró la monja. Ahí dizque estaba la monjita portera. ¡Cómo siempre!  Y le dice:
-Buenos días, madrecita. ¿No sabe a qué hora saldrá la madrecita que hace ya cerca de tres horas entró aquí?, ¿para qué me pague la carrerita que me hizo? Aquí le estoy esperando. Me hizo una carrera del aeropuerto y me dijo que  no tenía ni medio. Diciéndome espéreme, ¡espéreme, que ya salgo, que ya salgo!, entro aquí. Y me dejó esperándole. Aquí entró diciéndome que ¡ya sale con el dinero!
Y la monjita portera dizque le dice:
-¡Señor!, usted está equivocado. Usted debe estar confundido. ¡Aquí, no ha entrado ninguna madrecita! Yo me he pasado todo el tiempo cuidando la puerta y no ha entrado nadie, ni tampoco he abierto la puerta a ninguna madrecita.
-Madrecita, perdóneme, dizque le dijo el taxista, pero yo estoy aquí, con mi taxi estacionado, esperándole. ¡Aquí, afuera! No le digo que le hice una carrera desde el aeropuerto y entró aquí hace ¡más de dos horas, diciéndome que ya sale porque no tenía dinero!
-¡No puede ser Señor!, le insistía la monjita portera. Yo estoy aquí, toda la mañana cuidando la puerta y no ha entrado ninguna madrecita aquí.
- Vea madrecita, ¡yo, no estoy loco! ¡Yo, le hice la carrera y aquí entró! Y para más señas, me dejó ¡un maletín en prenda!
Y como seguía insistiendo el taxista, la monjita portera fue a comunicarle de esta novedad, a la monja superiora.
-¡Cómo era la monjita?, le decían.

Y él le describía. Como no sabían de qué monja se trataba, le trajeron un álbum de fotos para ver si ahí la identificaba.
Fojiando, fojiando, estaba, cuando en una de esas, dizque dice:
-¡Esta es! ¡Esta es la monjita que me hizo la carrera!
-¡No puede ser, señor!, dizque le dijeron.
-Sí, ¡Esta es!, ¡ésta es!
-No puede ser, ¡Señor!, le dijo la madre superiora, esta madrecita está muerta. ¡Años que no está entre nosotras! Ella, lamentablemente falleció  en el accidente aviatorio; en ese accidente aviatorio que hubo hace tiempos, acá, en Ricaurte.


Y como el taxista insistía que vino con ella; hasta les contó lo que había conversado con la monjita, y del maletín que le dejó en prenda en el taxi, las monjitas se fueron a ver. En verdad, ahí en el taxi estaba el maletín tal cual había dejado la monja.
-¡Ele! ¡Vean! ¡Aquí está el maletín!, ¿No ven?, no les miento, dizque dijo el taxista.
Cogen… Abren… y… ¡El maletín, lleno de huesos y cenizas había estado!
Decían que la monjita estaba recogiendo los pasos, ¡No sé! Pero, ¡eso había pasado con un amigo taxista, aquí en Cuenca!

(Tomado de: Comunicación Activa 1)


miércoles, 7 de noviembre de 2012

GUÁSINTON. José de la Cuadra.



GUÁSINTON. 
José de la Cuadra. (Fragmento)

Sí; ya lo sabía yo de tiempos: Guásinton era un gigantesco lagarto cebado, cuyo centro de fechorías era el Babahoyo, desd  e los bajos de Samborondón hasta las revesas del puertecillo Alfaro, al frente mismo de Guayaquil. Sabía también, hacía poco, que como uno de esos legendarios piratas que, en los abordajes, perdían las manos bajo el hacha de los defensores, era bizarramente manco. Pero, ignoraba que se había quedado así en un lance heroico, y que su garra perdida era por ello como un blasón hazañoso.
Don Macario Arriaga me refirió la arriscada proeza de Guásinton, donde quedó manco:
-Estaba en celo Guásinton, y venía río abajo, con la hembra, sobre una palizada. Un vapor de ruedas (creo que fue el “Sangay”; sí, fue el “Sangay”) chocó con la palizada. Guásinton se enfureció: figúrense, lo habían interrumpido en sus coloquios; se enfureció y partió contra el barco. Claro: una de las ruedas lo arrastró en su remolino, y no sé cómo no lo destrozó; pero, la punta de un aspa le cortó la mano derecha. Chorreando sangre, Guásinton se revolvió y quiso atacar de nuevo; pero el piloto desvió hábilmente el “Sangay” sobre su banda, y lo evitó. Quienes presenciaron la escena dicen que fue algo extrañamente emocionante. Nadie en el barco se atrevió a disparar sobre Guásinton sus armas, y fíjese que pudieron haberlo matado ahí, sin esfuerzo, a dos metros de él; pero la bravura del animal los paralizó, porque nada hay que conmueva tanto, señor, como el arrojo. Dejaron no más escapar a Guásinton quien fue a juntarse con la hembra en la palizada.
Se aproximaron a nosotros dos individuos que yo no había visto antes. Eran invitados, como don Macario mismo, de la viuda Vargas.

Don Macario me los presentó: -Jerónimo Pita… Sebastián Vizuete… El señor… Y vea, señor, la casualidad: estos también estuvieron en la casería de Guasinton, cuando lo acabamos… Con Celestino Rosado, con Manuelón Torres, con… Éramos catorce, ¿sabe?, la partida. Y anduvimos con suerte: sólo hubo un muerto y un herido. Nada más. Anduvimos con suerte, de veras.
Pita y Vizuete eran cazadores profesionales de lagartos. Amaban su oficio como un culto cruento y salvaje, pero próvido con sus fieles. Para ellos, la verde fiera de los ríos, el lagarto de las calientes aguas tropicales, no era una vulgar pieza de caza, sino un enemigo, a pesar de su fama de torpe, en realidad astuto y, además, valiente. La casería del saurio era para ellos como la lidia del bicho para el torero: un arte que juzgaban noble y digno, y que, a mayor abundamiento, les daba para comer.
Pita y Vizuete, corroborados en ocasiones por don Macario, relataron esa noche hazañas sueltas de aquel héroe fluvial, a quien alguno, se ignora cuándo y por qué, bautizó con el nombre amontubiado del general norteamericano. (No sería, por supuesto, por lo desdentado; ya que el monstruo montubio poseía una dentadura formidable)

Podría llenarse un denso volumen con los hechos singulares de Guásinton, y abrigo la esperanza de que se escribirá ese volumen. Nada tendría de raro, hoy sobre todo lo que se ha dado en la flor de escribir biografías de todo quisque,  y hasta biografías de ríos. Por lo demás, Guásinton se lo merece.
Era un espíritu original el que alentaba en este gigante verde oscuro, acorazado como un barco de batalla o como un caballero medioeval, y que medía diez varas de punte de trompa a punta de cola.
Se decía que era generoso como un buen dios. Entre un caballo que pastara a la orilla y una mujer que lavaba sus ropas en la playa, Guásinton prefería devorar el caballo. Las comadres afirmaban que no lo hacía por gula, sino por compasión, al escoger a la bestia en vez de a la mujerzuela.

Sólo durante las grandes hambrunas Guásinton acometía a las gentes. Lo ordinario era que nadara junto a los bañistas, sereno, poderoso, consciente de su fuerza, sin molestarlos, aparentemente sin advertirlos siquiera. Se satisfacía entonces con los tributos que cobrara a los reseros: cada vez que ellos tenían que pasar ganado de una ribera a otra, ahí estaba Guásinton, llevado por quién sabe qué misterioso aviso, a reclamar sus derechos de señor feudal de las aguas montubias. Se apropiaba de una res, de una res no más, pero de la mayor, siempre de la mayor. Guásinton seleccionaba bien. Y nada hacía ya al resto del ganado ni a los reseros. Ellos conocían la costumbre del saurio, y separaban su res en los negocios:
-Rebájennos un poco en el precio.                                                                                                              
-Decían a los vendedores- para que nos salga más barata la vaca de Guásinton.
La vaca que había de pagársele por el permiso de pasar el río…
Río seguro, después de todo, pues Guásinton no consentía en él competidor alguno: cuando cualquier lagartuelo imprudente, tras la larga siesta de los tembladerales, se atrevía a penetrar en el Babahoyo, Guásinton daba cuenta inmediata de él.

En las or  illas su fama era casi mítica. Había para él una suerte de veneración, muy parecida a la religiosa. Comenzó todo por hacer asustar a los niños con su nombre terrible, y luego el miedo se contagió a los mayores. Como suele ocurrir, de ese miedo se engendró una superstición, y de ésta algo como un culto.
Cuando, entretenido quizás en empresas amorosas, a las que era particularmente aficionado, o simplemente durmiendo el prolongado sueño de su especie, tardaba en aparecer por su zona acostumbrada, las gentes se preguntaban, vagamente inquietas:
-¿Qué se habría hecho Guásinton? Y añadían, ahora temerosas:
-¡Mala seña! Este año va a estar seco el río.
Porque, en la creencia popular, Guásinton, señor de las aguas, las traía consigo.
En ocasiones, Guásinton alteraba sus hábitos antiguos. Ocurría eso cuando las hambres. Entonces, se trepaba a los potreros ribereños y arrastraba a las presas capturadas. Atacaba a las canoas: las volteaba de un coletazo y devoraba a sus ocupantes. Se convertía en un siniestro poder, en una furia desatada.
Pero esto pasaba en breve, y Guásinton volvía  a sus plácidos modos de siempre. Tornaba a gustar de la melancólica música montubia; porque, aun cuando se cree que los lagartos son casi sordos y se guían sólo por el olfato, parece ser que Guásinton oía muy bien y que hasta encontraba en ello un especial encanto.

Dizque en las noches, cuando los pescadores tocaban sus guitarras, mientras conducían su pesca al mercado, Guásinton, como una guardia fiel, seguía a las canoas; y si alguno daba un traspiés y venía al agua, Guásinton se alejaba a todo nado, sin duda para evitarse la tentación de comérselo.
Trece lagarteros experimentados, armados de fusiles de repetición y embarcados en dos canoas de fierro, fueron necesarios para matar a Guásinton. Y ni aun así les fue fácil; porque el animal se defendió tenazmente, y al morir hizo morir con él a uno de sus matadores y malhirió a otro.
Fue don Macario Arriaga quien montó la expedición y quien la dirigió. Cosa curiosa: don  Macario nunca le regateó a Guásinton su tributo de ganado; pero, cierto día Guásinton devoró al perro favorito de don Macario, y éste se decidió a acabarlo. Viene aquí bien aquello de a pequeñas causas
Hubo de procederse con mucho sigilo al formar la expedición, para que no se enteraran de ella las gentes de las riberas, que veían en Guásinton un ser casi sobrenatural.
Con el viejo saurio no valían los cebos. Seguía de largo frente a los cerdos atados a las canoas o a las balsas, tras las cuales se escudaban los fusileros avizores. Se burlaba de la faena del “sombrerito”. Este ardid consiste, como es sabido, en que el cazador, desnudo de busto y munido de un cuchillo se sumerge en lo hondo, dejando flotar en la superficie el sombrero: el lagarto se engaña y se lanza en dirección al sombrero, creyendo que ahí esta el hombre, mientras éste, desde abajo, en un ando veloz, resurge y le clava a la fiera el cuchillo en el vientre una, dos, tres veces, hasta que le alcanza la respiración y el animal se desangra en la hemorragia. ¡Peligrosa la faena del sombrerito! Si la primera cuchillada no es decisivamente mortal, el atrevido perece sin remedio en las fauces del lagarto.
Con Guásinton hubo que emplear otras argucias que las comunes. Se lo vigiló durante varios días, hasta que se supo que solía reposar en cierto estero, pequeño y remansado, pero profundo. Entró en él cierta mañana, y entonces los cazadores taparon rápidamente la boca del estero con una compuerta de maderos y alambres de púas, preparada de antemano.

José Garriel, el más valeroso lagartero que ha existido en el Guayas, se tiró al agua, puñal en mano, a desafiar a la fiera.En principio, Guásinton rehuyó la lucha. Se comprendería metido en una trampa y quiso forzar la salida, rompiendo la parte baja de la compuerta, sin mostrarse en la superficie. Debió herirse en la alambrada, porque, en la boca del estero, el agua se mancho de sangre. Y cuando sin duda fracasó, retrocedió, furioso, contra el hombre.
Carriel lo esperaba, atento, advirtiendo sus movimientos por el fango removido. Se zambulló y lo alcanzó a punzar; pero el lagarto fue más ágil  que él: de un formidable coletazo lo trajo al fondo, con la columna vertebral partida y la cabeza deshecha.
-Alguna bala lo tocará- dijo.
Y sucedió lo asombroso: Guásinton –que bajo el agua era invulnerable tras su coraza de conchas y dada la escasa fuerza de los proyectiles, disparados de tan cerca- saltó a la tierra; y, loco, monstruosamente loco, arremetió contra los hombres. Éstos se desconcertaron ante lo imprevisto, y de ello aprovechó la fiera para llevársele de un tapazo media pierna a Sofronio Morán, que estaba más próximo a sus fauces.
Pero los hombres se sobrepusieron. Sin cuidarse del herido se apartaron, y una lluvia de balas cayó sobre Guásinton.
Para morir, se volteó, vientre al cielo. Agitaba los miembros como si quisiera agarrar.
Abría y cerraba las enormes tapas de sus fauces, y emitía un sordo gruñido aún amenazante.
Se acercó a ultimatarlo don Macario Arriaga. No llegó a hundirle la daga, como intentara: justamente en ese instante el bravío espíritu de Guásinton partía a fundirse en el gran todo…